Un año atrás emití un mensaje pastoral sobre el tema de inmigración. El desafío fue invitar a todos los católicos a considerar a todas las personas inmigrantes en nuestro país como el prójimo en la fe. Citando la parábola del evangelio sobre el Buen Samaritano, los invité a reflexionar sobre la pregunta, “ ¿quién es mi prójimo?”
En lo que va de un año, los comentadores políticos y líderes políticos han hecho del tema una retórica mucho más desafiante. La gran necesidad de aprobación del Dream Acto (Sueño Americano) que ofrecería a jóvenes inmigrantes una oferta equitativa a una buena educación no fue aprobada por el congreso, en gran parte debido a sentimientos de enojo dirigidos a los inmigrantes en el país.
Quiero reafirmar que de la manera que tratamos a los inmigrantes en nuestro país dice mucho de nosotros como católicos y también como americanos. Lo que viene dirigiendo los debates sobre inmigración realmente son consideraciones legales y económicas, pero nosotros como católicos cristianos debemos considerar también un tercer elemento, nuestros principios morales.
Como americanos que somos creemos que toda persona tiene el derecho a la vida, la libertad y la felicidad plena muy bien articulada en nuestra Declaración de Independencia. Como católicos, creemos que todo ser humano tiene el derecho divino a vivir con dignidad; hombres y mujeres deben ser capaces de proveer a sus familias con un hogar decente y oportunidades de educación buenas.
El tema de inmigración ha sido una de mis mayores preocupaciones en mi vida realmente. Mi vida de niño en Filadelfia fue tremendamente influenciada por mis abuelos italianos. Ellos vinieron a este país en un momento cuando para inmigrantes europeos el único requisito necesario para ser admitido en nuestro país era estar libres de enfermedades contagiosas.
Aún así, mis abuelos inmigrantes la tuvieron muy difícil también. Ambos sufrieron mucho con el idioma y nunca resintieron realmente cómodos tratando de comunicarse en inglés. Mis abuelos trabajaron muchísimo en la jardinería. Mis padres, por supuesto, crecieron aprendiendo y hablando las inglés. Mi familia afirma que las primeras palabras pronunciadas por mis labios, a los dos años de edad y en público, fueron en italiano en el velorio de mi abuelita.
“Despierta, juega conmigo” le dije a mi abuelita en su idioma de origen.
Siendo sacerdote joven me enviaron a la Diócesis de Brownville, Tejas. Un pueblo chiquito en la frontera donde la cultura mexicana era fuertísima. Sirviendo en Brownsville bajo el Obispo Humberto Medeiros (después Cardinal en Boston) fue donde aprendí el español que hablo ahora. Teníamos visitas bastante seguidas a las parroquias donde rezaban los mexicanos. Aún recuerdo a nuestro obispo, inmigrante portugués también, afirmando repetidamente que los trabajadores mexicanos – americanos tenían derecho a salarios justos. Mensaje que no era muy popular entre los dueños de las empresas.
Ahora como obispo de Camden siento que hago uso de mi español mucho más que antes. La historia familiar de inmigraciones italianas se repite a lo largo del Sur de Nueva Jersey. Nuestros hermanos y hermanas inmigrantes de ahora vienen de todas partes de Sur América, Vietnam, Corea, Filipinas, África y el Caribe.
Todos ellos tienen muchos dones que ofrecernos. Sin duda el trabajo duro que realizan en los campos, tomando trabajos que nadie más desea hacer, pagando sus impuestos y contribuyendo al seguro social aún sabiendo que nunca se beneficiarán de ellos.
Como católicos necesitamos reconocer los dones espirituales que también nos ofrecen. Baste decirles lo impresionado que he quedado de mi experiencia con las familias mexicanas americanas.
Ellos viven muy conscientes de la Divina Providencia y los lazos familiares que los une. Muchas veces ni siquiera tienen lo mínimo y necesario para vivir pero la fe en Dios los hace millonarios. Nuestra creencia americana en el individualismo al lado de la vida de ellos, queda chiquito. Nosotros los norteamericanos estamos muy familiarizados con la pobreza extrema que afecta al país vecino de México, pero lo que no conocemos bien nosotros es el abrazo tremendo a la fe que despliegan los mexicanos americanos a pesar de un historial de persecuciones inmensa.
La iglesia mexicana sufrió persecuciones severas durante los años de 1920. La sangre de los mártires corría como mares. Pero ni siquiera eso logró detener las devociones mexicanas al Señor Jesús, a su madre la Virgen María, muy bien celebrada bajo el nombre de Nuestra Señora de Guadalupe. Ese es el don de fe que los mexicanos americanos ofrecen a nuestra diócesis y a la iglesia en los Estados Unidos. Muchos otros grupos étnicos también tienen sus propias historias de fe que enriquecen a nuestra iglesia de forma admirable e inagotablemente.
Mi esperanza es que la reforma migratoria resultara siendo algo mucho más sencillo y una forma eficiente para que las personas puedan llegar a este país de manera legal. Pase lo que pase en el plano legislativo, nosotros como católicos necesitamos recordar que nuestros hermanos y hermanas inmigrantes también son hijos e hijas del Dios amoroso que nos ama, sin tener en cuenta cómo llegamos a este país. Ellos son parte de nuestra familia católica, miembros cuya fe y confianza en Dios los ha llevado a vencer una serie de barreras.
Translated by Sister Sonia Avi, associate director of Lifelong Faith Formation for Hispanics, Diocese of Camden.