Esta semana, en el sur de Arizona y Nogales, México, tuve el pri-vilegio de pasar tiempo trabajando, comiendo y orando con el personal y los migrantes que reciben servicios de la Iniciativa Fronteriza de Kino, un ministerio holístico que brinda todo, desde alimentos y cuidado pastoral hasta medicina y oportunidades educativas para personas a quienes muchos en la sociedad los consideran “desechables”. La obra lleva el nombre del legendario sacerdote del siglo XVII Eusebio Francisco Kino, una figura muy querida en el área.
Kino es en realidad una versión española de su nombre de nacimiento, Eusebio Chini, ya que él era de lo que es ahora el norte de Italia, pero que en aquel entonces era parte del Sacro Imperio Romano Alemán-Austriaco. Estudió en Innsbruck y Friburgo antes de mudarse finalmente a España y luego ser enviado a las primeras expediciones europeas a la Península de Baja California. Jugó un papel decisivo para demostrar que Baja estaba de hecho conectada al continente y no a una isla. Kino estableció comunidades cristianas y trabajó con las poblaciones indígenas, particularmente las tribus Cocopa, Tohono O’odham, Maricopa y Apache.
A menudo se representa a Kino a caballo, debido a que se cree que viajó más de 50,000 millas en el oeste ame-ricano y mexicano. Parte de sus esfuerzos en todas estas caminatas fue trabajar para abolir la práctica de la esclavitud y el trabajo obligatorio para los nativos en las minas de plata, que era común en la época colonial. Los fanáticos de la impresionante novela de Willa Cather, Death Comes for the Archbishop (La Muerte Llama al Arzobispo), pueden encontrar una figura familiar en la obra de arte que representa a este robusto vaquero pastoral. Una escultura de Kino representa a Arizona en la Sala Nacional de las Estatuas del Capitolio de los Estados Unidos.
El cuidado del misionero por los pueblos nativos se emula en el trabajo que el Padre Jesuita Sean Carroll li-dera hoy como director ejecutivo de la Iniciativa Fronteriza de Kino. Nuestros recorridos locales, conversaciones y tiempo de servicio con él y la Hermana Tracey Horan fueron expe-riencias memorables y transformadoras, que espero encontrar formas creativas para llevarlas al salón de clases en Chicago. Ellos están completamente integrados en la comunidad binacional de la frontera, en donde un día puede implicar cocinar arroz y frijoles para mujeres y niños hambrientos de Honduras, El Salvador, o los crecientes flujos de personas de Guerrero, el violento estado del Pacífico cerca de Acapulco. Es muy probable que también pueda incluir hacer protestas por las deportaciones o trabajar para abo-gar por cambios en las políticas de las oficinas del gobierno estatal y nacional a ambos lados del área cercada que separa a los dos países. Ellos cruzan la frontera innumerables veces al año tan normalmente como alguien en el sur de Nueva Jersey puede trabajar en Filadelfia o visitar la ciudad de Nueva York y regresar. Tanto el privilegio que ellos (y yo) sentimos al poder hacer eso, como la impotencia para humanizar la política migratoria, fueron palpables para todos nosotros.
El trabajo por generaciones de Kino, durante la primera era en la que se establecieron líneas de globalización en todo el planeta, inspira a muchos de nosotros que hoy experimentamos la segunda y más profunda época de un mundo cada vez más reducido, donde a menudo esas líneas conectivas que rodean el mundo parecen estar hechas de alambre de púas. Aproximadamente una de cada siete personas que viven hoy en el mundo es migrante. La ma-yoría abandona su país en el extremo de la desesperación tal como lo escuchamos compartiendo sus lágrimas. Nuestra era, inclusive más que las expansiones que tuvieron lugar en siglos anteriores, sin duda será conocida como la Era de la Migración por los futuros historiadores. Las decisiones que hagan los estadounidenses y todos los cristianos al decidir cómo responder a esta realidad ineludible y los gemidos de la humanidad que surjan de ella no solo desempeñarán un papel en cómo nos verá la historia, sino que también surgirán cuando Dios venga a juzgar a los vivos y a los muertos. Sé que Tracey y Sean estarán del lado justo de la historia y del Señor. Les dije con asombro que me parecen contemporáneos de Peter Claver, el compañero jesuita de Kino que ministró en las horrendas bodegas de los barcos de esclavos año tras año. La esperanza de estos escenarios adquiere una importancia escatológica y teológica, más que la visión de una situación que cambia de la noche a la mañana. La presencia y la solidaridad prosperan y crecen con tan poco, como los cactus en pedregales baldíos, regados por pequeñas alegrías y la comprensión de que su Señor crucificado toca cada día la puerta del comedor en las caras de aquellos que buscan refugio y descanso. Sus vidas de servicio interrogan mi propia conciencia sobre cómo dedicarme más plenamente a una cultura de encuentro y acompañamiento con los olvidados y despreciados todos los días.
Michael M. Canaris da clases en la Universidad Loyola, Chicago.