Recientemente pasé una noche en la rectoría de la parroquia de los Santos Juan y Pablo, en Larchmont, Nueva York, donde había servido como párroco antes de mi ordenación como Obispo. Me asignaron a una habitación de la rectoría en la cual yo había encontrado un sacerdote joven de la parroquia, muerto en el suelo, víctima de un infarto fulminante. Durante esa noche de mi estancia, reviví en mi memoria y en mi corazón los trágicos acontecimientos de esa mañana de diciembre hace 12 años cuando él no se presentó para la Misa y al abrir la puerta de su habitación lo encontré completamente vestido para el ministerio sacerdotal pero muerto.
El recuerdo de aquella tragedia me hizo pensar acerca de la muerte. Por supuesto, en las muertes de mis seres queridos, familiares y amigos, y los cientos, quizás miles, de funerales y velorios a los que he asistido y rezado en estos últimos 43 años de sacerdocio. Yo nunca los he contado pero puedo atestiguar que han sido muchos. Un sacerdote de parroquia pasa mucho tiempo ministrando entre los muertos y los que les lloran.
En la Iglesia durante el mes de noviembre se conmemora tradicionalmente a los muertos. Dio comienzo conmemorando los muertos en la gloria, el 1 de noviembre, Día de Todos los Santos y el 2 de noviembre, Día de Todos los Difuntos, orando por todos aquellos que nos han precedido y que todavía están trabajando en su camino a la gloria. Por medio de estas conmemoraciones la Iglesia nunca se olvida de sus hijo/as que han pasado de ésta vida a la vida eterna. Todavía están en la Iglesia. La doctrina de la Comunión de los Santos nos enseña que estamos conectados con ellos por medio de la oración de alabanza y súplicas de intercesión por ellos. Ellos están conectados a nosotros a través de su oración de alabanza ante el trono de Dios. En cada ofrenda de la Santa Misa la Iglesia recuerda y ora por los muertos.
Hace unos años estuve visitando Polonia en esta época del año. En la víspera del Día de Todos los Santos en un cercano cementerio de la parroquia, las tumbas estaban iluminadas con velas encendidas, siguiendo una costumbre religiosa del pueblo polaco. Fue todo un espectáculo en una noche de otoño oscura, un testimonio claro para todos los que observaron que la oscuridad de la muerte es anulada por la Luz de Cristo. El Señor no se puede mantener en el valle de la oscuridad. Nosotros encendemos el Cirio Pascual en los funerales y se coloca prominentemente frente al ataúd del difunto como un recordatorio de la Luz de la Resurrección del Señor, su paso a través de la muerte a la vida que dispersa la oscuridad de la muerte.
Nuestros recuerdos de nuestros queridos muertos y nuestra fe en Jesucristo iluminan la variedad de tinieblas que trae la muerte a nuestras vidas. El recuerdo de aquel sacerdote joven de quien escribí, siempre es para mí un recuerdo alegre a pesar de su inesperada muerte y la tristeza que su pérdida le trajo a muchas personas, recuerdos alegres porque él era un sacerdote alegre. Como el dramaturgo irlandés, Sean O’Casey escribió: “Recuerdos’ el único amigo que el dolor puede llamar como propio”. Además de los recuerdos más preciados de nuestros difuntos, la fe nos ayuda a comprender las preguntas que surgen y el trastorno que se nos presenta cuando tenemos que lidiar con la muerte, ya sea repentina o tras una larga enfermedad. La comprensión no elimina el dolor causado por la pérdida de un ser querido pero el regalo del Entendimiento del Espíritu Santo trae la Luz de Cristo a nuestros corazones y almas y nos ayuda a comprender el misterio de la muerte humana.
Que brille para ellos la luz perpetua, una plegaria que hacemos al Señor en la hermosa oración tradicional de nuestra iglesia. Una oración que concluye diciendo: Concédeles Señor el descanso eterno. Que descansen en paz. Amén. Que esta sea nuestra oración durante noviembre para todos los fieles difuntos.